viernes, 14 de febrero de 2014

El efecto psicológico del desarraigo (alternancia en el uso de la vivienda familiar)

El estrés constituye un desequilibrio o alteración corporal producido a partir de la respuesta general o inespecífica de alarma o de emergencia de una persona ante las situaciones problemáticas o exigencias a las que se somete en la vida... Según sea percibida e interpretada la situación estímulo como amenazante o no amenazante a través de la correspondiente vivencia de la experiencia emocional, así se desencadenará o no la reacción o respuesta de estrés” (Carrobles y Godoy,  1987, pag 165 y 166). Los estresores sociales más significativos están recogidos en la Escala de Ajuste Social de Holmes y Rahe (SRRS), sobre la que se ha confeccionado la Escala de Acontecimientos Vitales o Schedule of Recient Experiences (SRE) (Holmes y Rahe, 1967). Estos son entre otros: muerte del cónyuge, divorcio, separación conyugal, encarcelamiento o confinamiento, muerte de un familiar cercano, enfermedad o lesión personal grave, matrimonio, incremento importante en las disputas conyugales, cambio importante en las condiciones de vida (nueva casa, deterioro vida vecindario), cambio de residencia…

A nivel psicológico puede decirse que, en toda situación de ruptura, hay muchos factores estresantes que inciden de forma directa en el comportamiento personal, tales como la vulneración de la sensación de seguridad, los supuestos de cohabitación y nuevas nupcias, los conflictos crónicos entre cónyuges, etc., debiendo destacarse, por su importancia, la existencia de una clara inestabilidad residencial y los problemas económicos como dos factores estresantes claves, directamente ligados a la vivienda familiar. De hecho, es evidente que el desplazamiento o alejamiento residencial tras el divorcio, la nulidad o la separación, puede interferir sustancialmente los contactos y relaciones sociales del que se desplaza.

A nivel afectivo, la importancia de la vivienda familiar es clave, pues determina condicionantes tan importantes como la estabilidad y el bienestar psicológico, siendo el espacio físico el determinante de la capacidad para tener uno o más hijos, uno u otro nivel de vida, de gasto y ahorro y de relación social. Precisamente, a nivel social la vivienda familiar condiciona desde la elección del colegio de los hijos al entorno medioambiental y a la calidad de la vida en función del barrio en el que se ubica. Además, en las situaciones de crisis familiar, la vivienda es quizás el elemento más importante del conflicto y punto clave en la negociación de los convenios reguladores. No se olvide que es en las situaciones de crisis familiar donde con mayor virulencia afloran los problemas de violencia de género, muchas veces ligados a la previsión de disponibilidad o no del que había sido el domicilio familiar.

La mudanza es una fuente de estrés y es también el origen de un trastorno profundo del plan emocional. Mudarse significa romper con un modo de vida, unos hábitos y un entorno familiar. A veces se asocia al miedo de no reencontrar lo que se ha perdido (unos vecinos amables y condescendientes, un hogar confortable, un entorno agradable...). Por supuesto, si la mudanza es impuesta por factores estresores negativos (paro, traslado forzoso, razones financieras), la experiencia es aún peor, incluso traumática. Además de causar una pérdida legítima de referentes, puede generar una pérdida de la autoestima, asociada a un sentimiento de fracaso. Con frecuencia, las consecuencias de una mudanza son la ansiedad latente, el estrés o la depresión.

Estas situaciones que activan sistemas psíquicos determinados, generan conductas y  mecanismos de defensa específicos y los síntomas y aspectos vulnerables recrudecen. También se puede observar en gente propensa a este tipo de respuestas, la desorganización psíquica. (Hugo Bleichmar, 1997). Esto  es el llamado sufrimiento por desarraigo, que se caracteriza por la presencia de  sentimientos de soledad, ansiedad de separación, sentimiento de indefensión, temores y sentimientos de desprotección.


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