viernes, 30 de enero de 2015

Sobre la anorexia nerviosa


Anorexia quiere decir, literalmente, “falta de apetito” y es un término habitual para designar un síntoma que aparece en muchos otros trastornos y enfermedades. Sin embargo, cuando hablamos de anorexia nerviosa nos referimos a un caso en que la persona, lejos de carecer de apetito, se comporta como un “organismo hambriento” (Bruch, 1973). No come, pero no deja de pensar en cuáles son los alimentos que debe ingerir para evitar estar gorda. Ahí radica precisamente su psicopatología: en el deseo irrefrenable de seguir adelgazando, incluso a pesar de que ya haya perdido gran porcentaje de peso.

Aunque en un principio, la anorexia nerviosa era considerada como un síndrome de base histérica o incluso como una forma de trastorno obsesivo-compulsivo, en la actualidad se le ha dado entidad propia e individualizada y se la considera una de las tres categorías de los trastornos de la conducta alimentaria. Otra de ellas es la bulimia nerviosa y respecto a la tercera no existe un criterio unificado, pues mientras la American Psychiatric Association (APA) en su clasificación DSM-IV agrupa el resto bajo la etiqueta “Trastorno de conducta no identificado”, la Organización Mundial de la Salud (OMS) en la CIE-10 otorga el tercer lugar en este triunvirato a lo que llama “hiperfagia”.
 
Las tres características fundamentales de la anorexia nerviosa son, a juicio de BRUCH, en primer lugar, la distorsión en la percepción que el enfermo tiene de su propia imagen corporal, siendo especialmente significativa la pérdida de la capacidad para hacerse cargo del progresivo aumento de su delgadez; en segundo lugar, una percepción distorsionada de los estímulos propioceptivos, es decir una imposibilidad para interpretar correctamente sus propias sensaciones; y, en tercer lugar, un sentimiento general de ineficacia personal, lo que significa que el enfermo llega a considerar que no es bueno para nada.

Podemos, sin embargo, sintetizar, diciendo que la anorexia nerviosa consistiría en un miedo intenso a engordar y una profunda insatisfacción de la persona con su cuerpo. Para los enfermos, el peso se constituye como una fuente de miedo y de perturbaciones para el desarrollo de su vida, una fobia, y sólo encuentran alivio para ello en una reducción del mismo cada vez mayor. Una dinámica en la que es habitual que se entre a raíz de la recepción de alguna crítica, directa o indirecta, referente a su masa corporal. A veces, simples comentarios del tipo “estás más gordita...”.

Y es que esta enfermedad afecta con preferencia a mujeres (alrededor del 95% de quienes la padecen lo son) y fundamentalmente a aquellas comprendidas en la franja de edad situada entre los 10 y los 30 años, aunque aquella en que se acumulan con preferencia los inicios del problema es la limitada entre las edades de 13 y 18 años. Asimismo, se ha de destacar que es más frecuente en individuos perteneciente a ámbitos de niveles socioeconómicos y culturales elevados.

En cualquier caso, las consecuencias son, a cualquier edad y dentro del segmento que sea, devastadoras. El enfermo experimenta alteraciones a todos los niveles. A nivel biológico, un desajuste del sistema hipotalámico y endocrino, que causa, en las mujeres postpuberales, amenorrea, es decir, la ausencia de ciclos menstruales. Pero los problemas físicos no acaban ahí. También se registran bradicardias, arritmias, hipotermia, fragilidad y caída del cabello, lanugo (pelusa o vello), piel seca y agrietada, hirsutismo (brote anormal de vello recio en lugares de la piel en que generalmente no hay), edemas (retención excesiva de líquidos), movimientos gástricos, estreñimiento, intolerancia al frío, letargia... Es decir el cuerpo, al ver limitada su fuente de energía, se despista y se debilita y desajusta... muchas veces de forma irreversible. En este sentido se pueden destacar, entre las huellas indelebles que puede llegar a dejar la enfermedad, la osteoporosis, fracturas óseas, cifosis (encorvadura de la columna vertebral) o el prolapso de la válvula mitral.

No obstante, hay circunstancias que pueden agravar el pronóstico y modificar la evolución de la enfermedad, como serían una larga duración del trastorno, muchos años de tratamiento, una edad de inicio precoz, el peso mínimo alcanzado y las relaciones familiares deterioradas (Treasure, 1991).

Otras veces, desgraciadamente, lo que se produce es el colapso total del organismo y, por consiguiente, la muerte del individuo, bien por inanición o por desequilibrios electrolíticos, bien a causa de la adquisición de alguna enfermedad de origen bacteriano, como la tuberculosis, que aparece de forma destacada en los escasos estudios existentes sobre las complicaciones físicas asociadas a mortalidad en enfermos de anorexia.

Pero no sólo a nivel biológico las cosas dejan de funcionar como solían. El propio individuo ofrece cambios notables en su comportamiento. Entre ellos han de contarse los relativos a los cambios en la ingesta de alimentos, pero también un aumento de su actividad física, con el objeto de aumentar, asimismo, el gasto energético y un deterioro en sus relaciones familiares y sociales, bien determinado por ese cambio en sus costumbres, bien por el rechazo que les producen las advertencias y críticas que les puedan dirigir los miembros que se encuentran en esos ámbitos. Suele ser un denominador común en estos pacientes, el retraimiento social. Se ha de destacar que en los enfermos de anorexia se detecta un estado de ánimo ansioso-irritable que, a medida que se agrava su cuadro clínico, se transforma en disforia (ánimo desagradable).

Finalmente a nivel psicológico, la cuestión suele complicarse, puesto que la anorexia nerviosa suele tener como compañeros estados depresivos (aunque no parece que estos sean resultado de aquella, sino que más bien se considera que predisponen y/o agravan la enfermedad de que tratamos); y también algunos tipos de trastornos de la personalidad (el 37% de los enfermos presenta el de personalidad límite, pero también son frecuentes los de personalidad evitativa, dependiente y compulsiva). Asimismo, presentan niveles de neuroticismo más elevados y de extraversión más bajos que la población normal. Unos trastornos que infaustamente, acaban, en ocasiones, conduciendo al suicidio, contribuyendo a la elevación de la tasa de mortalidad de estos enfermos, que llega a nada menos que el 10%.

No existe, por otra parte, una única teoría que revele la aparición de esta patología. Los psicólogos y psiquiatras han elaborado, cada uno desde su propia perspectiva y en función de su formación, diversas teorías. Pero, a pesar de sus pretensiones, ninguna escuela es capaz de explicar, por sí sola cuáles son los mecanismos que determinan o propenden al padecimiento de la enfermedad, si bien, su combinación si parece abarcarlos todos. Es decir, aunque ninguna teoría sea capaz de explicar todos los casos, casi todas contienen una parte de verdad y, por ello, es útil conocerlas, aunque sea grosso modo.

Las teorías biológicas plantean la anorexia nerviosa como una adicción a los opiáceos endógenos que aumentan en períodos de inanición o ejercicio intenso dando una sensación de euforia analgésica.

En las teorías psicodinámicas, la anorexia se ve como la expresión de un conflicto intrapsíquico a través de la vía oroalimenticia.

Entre las teorías sistémicas, destacan las elaboradas por dos corrientes. Dentro de la Escuela Estructuralista,  se habla de familias psicosomáticas, que se considera que tienden a apoyar la expresión somática de los conflictos.

Por su parte, MARA SELVINI, destacada representante de la Escuela de Milán que habla preferentemente de las enfermas de sexo femenino, considera que la anorexia nerviosa es resultado de la existencia de un cierto tipo de proceso en la historia de la organización de estas familias. Tendría que ver, desde su perspectiva, con la implicación de la enferma en el juego que se establece entre los papeles del padre y de la madre. En primer lugar se produciría durante la adolescencia, una modificación, de la percepción que la chica tiene de su madre, el desplazamiento de la atención de ésta hacia otra persona de la familia o una intensificación en la relación de seducción padre-hija. Luego, en un segundo estadio ésta opta por hacer dieta, bien para conseguir mayor atención de la madre o bien para desafiarla y seducir al padre. Finalmente, en una tercera fase, la hija, al verse traicionada por el padre experimentará un notable sentimiento de rencor, que la llevará a reducir su ingesta de alimentos al máximo, al tiempo que va descubriendo el poder que le da el síntoma.

Las teorías cognitivo- conductuales entienden la anorexia nerviosa como el resultado de un conjunto de circunstancias en la que los elementos ambientales reforzadores y los factores aversivos ansiógenos se combinan, produciendo el incremento de la conducta de no ingestión alimentaria. Entre sus esquemas explicativos podemos señalar los relativos a la restricción, referida al intento del sujeto de aminorar voluntariamente su ingesta de alimentos para mantener un peso determinado, señalándose, por otra parte, que la dieta o restricción, provoca episodios de voracidad. De hecho la bulimia nerviosa es mucho más probable cuando se está siguiendo una dieta.

Otros autores, como TORO y VILARDEL (1987) optan por una integración secuencial de los distintos factores que tienen que ver con la enfermedad. Distinguen entre:

- Factores predisponentes, en presencia de los cuales es más probable que pueda darse o precipitarse la enfermedad (factores genéticos, edad 13-20 años, sexo femenino, trastorno afectivo, introversión/ inestabilidad, obesidad, nivel socioeconómico medio-alto, familiares con trastorno afectivo, familiares con adicciones, familiares con trastornos en la ingesta, obesidad materna, valores estéticos dominantes);

- Factores precipitantes, aquellos que pueden desencadenarla (cambios corporales adolescentes, separaciones y pérdidas, rupturas conyugales del padre, contactos sexuales, incremento rápido de peso, críticas sobre el cuerpo, enfermedad adelgazante, traumatismo desfigurador, incremento de la actividad física, acontecimientos vitales);

 - Factores de mantenimiento, los que hacen que se continúe con la enfermedad (las propias consecuencias de la inanición, interacción familiar, aislamiento social, cogniciones anoréxicas, actividad física excesiva, yatrogenia).

En todo caso, la restricción alimentaria y la ingesta compulsiva o los comportamientos de purga (provocación de vómito, laxantes, diuréticos, enemas) pueden presentarse de forma combinada o independiente. De hecho se establecen dos subtipos a la hora de explicar los modos en que se manifiesta la enfermedad. En el bulímico o compulsivo purgativo, el individuo entra en una dinámica en que, a grandes atracones siguen indefectiblemente exhaustivas purgas, casos que suelen asociarse a sujetos, que presentan conductas impulsivas, reacciones distímicas, labilidad emocional, abuso de alcohol o consumo de otros tipos de drogas, una historia familiar de obesidad y sobrepeso premórbido.

En el restrictivo, en cambio, el asociado a  individuos que presentan más rasgos obsesivo-compulsivos, tendencia al perfeccionismo, rigidez de esquemas, hiperresponsabilidad y sentimientos de ineficacia, el enfermo pierde peso exclusivamente a través de dietas y ejercicios extenuantes.

 

viernes, 23 de enero de 2015

Sobre los trastornos del estado del ánimo

El estado de ánimo se define como un tono emocional generalizado que influye profundamente sobre la perspectiva y la percepción de uno mismo, de otros y del ambiente en general. Los problemas relacionados con él son, en la actualidad,  comunes, pero pueden resultar graves, fatales incluso, dado vienen acompañados de diversos signos y síntomas que afectan a casi todas las áreas de la vida del individuo.
   
Se han descrito varios tipos de trastornos del estado de ánimo, pudiendo citarse, entre ellos, los trastornos depresivos mayores, los bipolares, el trastorno distímico, el ciclotímico, los secundarios a entidad médica general y los inducidos por sustancias,  además de los incluidos en las categorías generales de trastornos depresivos y bipolares sin otra especificación.

En este post nos vamos a centrar fundamentalmente en los primeros, los trastornos depresivos. Es frecuente escuchar a alguien comentar que se siente deprimido, por una u otra razón, a causa de algún revés puntual o por hallarse en una situación más o menos desagradable para él. Es frecuente que estos factores provoquen en las personas que así se expresan, llantos, tristeza o incluso sentimientos de fatiga. Pero, en realidad, estar clínicamente deprimido, no es eso. Es bastante más. Quienes padecen un trastorno de depresión mayor, ciertamente, llorarán con frecuencia, sentirán cansados y apenados, pero su sufrimiento excederá con mucho al provocado por estos factores.  A la prolongada sensación subjetiva de tristeza, se unirán, en ellos, una persistente incapacidad para experimentar placer (anhedonia) (de hecho hay quien considera que éste es el rasgo fundamental de los trastornos depresivos), la experimentación de sentimientos de culpa (tienden a creer que se encuentran deprimidos como consecuencia de sus actos anteriores), ideación suicida, (el 60% de los enfermos de depresión piensa en el suicidio y el 15% lo lleva a cabo), trastornos en el sueño (bien falta o insomnio, bien exceso de él o hipersomnia) y variación diurna (los síntomas empeoran por la mañana), disminución de energía (a los enfermos por depresión les cuesta, a menudo les resulta imposible, realizar hasta las tareas más sencillas de su vida cotidiana), pérdida de peso y de apetito (anorexia como síntoma) o aumento de peso e hiperfagia, retraimiento social, falta de motivación, baja tolerancia a la frustración e irritabilidad y agitación psicomotriz o cierto retardo, además de problemas físicos como constipación, sequedad bucal, cefalea o alteraciones gastro-intestinales. 
Como se ve, van más allá de la simple infelicidad que todos sentimos de vez en cuando, los inconvenientes a que somete al individuo esta enfermedad que, por otra parte, tiene una fuerte tendencia a la recurrencia. Son muy frecuentes las recaídas en el primer año (aproximadamente el 70% de las personas que han padecido una depresión vuelven a sufrir otra antes de que hayan pasado doce meses), siendo factores de riesgo el que el primer episodio haya ocurrido a una edad tardía, el que éste haya estado ligado a otros trastornos físicos o mentales, el padecimiento de un trastorno bipolar (episodios depresivos, maniacos o hipomaniacos combinados) o varias depresiones a lo largo de la vida, el responder mal al tratamiento agudo, o el hallarse en presencia de estresantes psicosociales crónicos.

En cuanto a los factores que pueden predisponer al padecimiento de este trastorno, hemos de señalar que la vivencia de acontecimientos estresantes y las pérdidas familiares tienen influencia, pero no directa, de hecho,  ésta vendrá modulada por factores como la posesión por parte del individuo de esquemas depresógenos o la carencia de apoyo social. Se ha observado, por otra parte, que en aquellos pacientes que han sufrido un episodio depresivo temprano, hacia los 20 años, existen, además, antecedentes familiares de este mismo trastorno. En cualquier caso, el rango de edad en que existe más probabilidad de padecer episodios depresivos es el comprendido entre los 25 y los 45 años y resulta más frecuente entre las mujeres que entre los hombres.

En cuanto a los modelos elaborados para explicar los mecanismos psicológicos que funcionan a la hora de desencadenar este trastorno, los primeros los debemos, como casi siempre, a la escuela psicodinámica. Desde esta corriente, ABRAHAM explicó la depresión como una tendencia a experimentar placer por vía oral. Ajustándose a los principios del complejo de Edipo, defendió este autor que  cuando, en la infancia, el individuo sufre frustraciones con el objeto libidinal (el padre o la madre) se establece en su mente una asociación entre sentimientos libidinales e impulsos hostiles. En tal caso y si, ya de adulto, sufre desengaños amorosos, el enfado experimentado por la perdida y dirigido, en principio, al objeto amado, como pulsión destructiva, se volverá hacia él mismo, en virtud de esa experiencia infantil que le llevará a incorporar a su persona a ese objeto amado. Es decir, desde esta perspectiva se entiende la depresión como una auto-agresión del individuo sustitutiva de la deseada contra lo amado y perdido.     Se ha de señalar, en cualquier caso que las terapias propuestas por esta corriente, en algunos casos han resultado “probablemente eficaces”.
Por su parte, los modelos conductuales lo que plantean es que la depresión no es sino una reducción generalizada en la frecuencia de conductas debido a la extinción de los reforzadores. FERSTER, en concreto, la entiende como la conjunción de una disminución en la frecuencia de las conductas destinadas a controlar el medio y que son reforzadas positivamente (redes sociales, ocio, etc.) y un aumento en las de evitación/escape ante estímulos aversivos. Una variación en el comportamiento que, según este autor, es resultado de un proceso en el que, tras la introducción de cambios súbitos que conllevan la pérdida de fuentes de reforzamiento en el entorno del individuo, éste, falto de expectativas favorables, generaliza su pasividad a conductas que en un principio no dependían del reforzador perdido, lo que, finalmente, lleva a un entorpecimiento para la emisión de  conductas destinadas a la obtención de otro tipo de refuerzos. Un proceso que se ve, además, fortalecido por el intento del sujeto de evitar la pérdida de nuevos reforzadores o la estimulación aversiva.

Por su parte, LEWINSON, intentó completar esta visión, proponiendo que resulta motivo suficiente para que se produzca el trastorno depresivo la pérdida o falta ocasional de reforzamiento positivo en relación con conductas del individuo que tengan que ver con sus principales dominios vitales. Algo que puede ser resultado de la falta de elementos reforzadores en el ambiente, de la falta de habilidades del propio sujeto, o de una elevada ansiedad social que dificulte la obtención de reforzadores.

Desde esta perspectiva se explica, además, la prolongación del trastorno por las peculiaridades del entorno social: a corto plazo, se mantendría debido al refuerzo positivo que supondría la atención que darían al enfermo las personas que le rodean  y, a largo plazo, por el refuerzo negativo que supondría la retirada de atención de estas mismas personas, para las cuales el sujeto depresivo resultaría una fuente de refuerzos negativos.

También a partir de los principios de esta corriente conductual, COSTELLO propone una variante interesante, según la cual, la depresión no sería consecuencia de una baja tasa de reforzamiento positivo sino de la pérdida de la eficacia de los reforzadores en el sujeto, como resultado de cambios endógenos, químicos y neurofisiológicos, que amortiguarían las sensaciones agradables de esos reforzadores positivos y reducirían los estímulos determinantes de las conductas que se los proporcionaban.

Los modelos cognitivos para la explicación de los trastornos depresivos se basan en la Teoría del procesamiento de la información. Desde esta perspectiva, BECK aboga por la existencia de continuidad entre esos estados depresivos normales de los que hablábamos al principio y los patológicos. Desde su punto de vista, los depresivos habrían interiorizado en su infancia creencias disfuncionales (esquemas negativos), que, luego, a lo largo de su existencia, se irían activando ante determinados acontecimientos.

Partiendo de planteamientos que incorporan parte de estas teorías, los enfoques cognitivo- sociales y SELIGMAN, como representante, elabora en 1975 la teoría de la indefensión aprendida, según la cual “las personas se deprimen cuando creen que no poseen el control sobre sus vidas”. Es decir, la depresión sólo se produce si el individuo tiene la convicción de que, haga lo que haga, no puede reducir la estimulación aversiva; como si los refuerzos positivos y negativos le llegasen sin sentido, por azar.  Una teoría ésta que se comprobó que funcionaba muy bien,... en animales. Sin embargo, en los seres humanos, a menudo algo más complejos, no resultaba tan satisfactoria, siendo incapaz de explicar aspectos presentes en las personas deprimidas como el descenso de la autoestima, los autorreproches, el carácter crónico de los déficits depresivos, y la génesis del estado de ánimo deprimido como síntoma de la depresión, etc.
Para salvar estos inconvenientes, el propio SELIGMAN, unido a ABRAMSON Y TEASDALE han llegado, incorporando principios de psicología social, a  la teoría reformulada de la indefensión aprendida, estableciendo que no basta, para que se deprima, con que el individuo tenga la señalada sensación de incontrolabilidad. Es necesario, además, que intente explicarse el motivo de su estado y que, al hacerlo, de preferencia a determinados tipos de factores: a los internos frente a los externos (lo que tendría por resultado un bajo nivel de autoestima); a los estables frente a los inestables (lo que llevaría a la prolongación del estado deprimido); y a los globales, a los que afectan a diversas facetas de la vida frente a los específicos (lo que llevaría a generalizar la sensación de imposibilidad de controlar la situación a múltiples ámbitos).

Otro elemento que la teoría de la indefensión aprendida no podía explicar era el constituido por la tendencia de los individuos deprimidos a pensar en el suicidio y que autores como BECK relacionan con la desesperanza y el pesimismo. En este sentido, resulta interesante, la teoría elaborada por ABRAMSON, METALSKY y ALLOY para explicar un subtipo de depresiones determinadas, precisamente por la desesperanza, según la cual el trastorno depresivo vendría determinado por las expectativas negativas albergadas por el sujeto en relación con un suceso de mucha importancia para él individuo, unidas a sentimientos de indefensión respecto a la posibilidad de cambiar el curso de los acontecimientos.

Existen también modelos cognitivo- conductuales, que incorporan como elemento central el paradigma de autocontrol de Kanfer, que distingue tres fases en la conducta del individuo: La de autoobservación, en la que el sujeto recoge información acerca de la conducta que quiere adoptar; la de autoevaluación, en la que el individuo tasa el progreso de su conducta a partir de la información que va obteniendo del medio y atribuye el éxito o el fracaso a causas internas o externas; y la de autorrefuerzo o autocastigo, en la que experimenta sensaciones positivas o negativas en función del resultado de esa evaluación propia.

Pues bien, dentro de esta corriente, REHM considera que la depresión depende de la obtención o no de refuerzos externos, pero que esto, a su vez, depende de las habilidades de autocontrol del sujeto, que puede cometer fallos en cualquiera de las fases. En la de autoobservación, el sujeto deprimido habría atendido selectivamente a los estímulos negativos y sólo se habría fijado en las consecuencias inmediatas de las conductas; mientras que en la de autorrefuerzo se proporcionaría tasas muy bajas de recompensas y muy altas de castigo. Unos déficits de habilidades que habrían sido resultado del proceso de socialización de esos sujetos.

Otros, como LEWINSOHN, entiende, desde este mismo ámbito, que también resulta determinante, a la hora de explicar la depresión, la cantidad de atención que la persona se dirige a si misma. En este sentido, su teoría de la autofocalización, pone el acento en los factores ambientales, pero establece como variable mediadora el aumento de la autoconciencia de la persona y el grado de responsabilidad que se concede a si misma en los sucesos, en detrimento de la que otorga al ambiente. Existirían variables que aumentarían la vulnerabilidad como ser mujer, tener pocas habilidades de afrontamiento, baja autoestima, sensibilidad a los estímulos aversivos, tener niños menores de 7 años…

Los  modelos sociales o interpersonales de explicación de los trastornos depresivos son, por último, los más recientes y resaltan la importancia de la ruptura o variación de las relaciones sociales del individuo. Como ejemplos podemos reseñar las teorías de COYNE, según la cual la depresión es una respuesta a la ruptura  de la red social de la que el sujeto obtenía apoyo; o la de GOTLIB y HAMMEN, que plantean la siguiente cadena causal: un estresor interpersonal provoca un impacto en las relaciones del sujeto y esto produce en él unas interpretaciones cognitivas negativas sobre si mismo y su entorno, en función de factores de vulnerabilidad que tienen su origen en experiencias familiares de la infancia y estilos desadaptativos de crianza.

En cuanto a los modelos biológicos, estos se centran en las pruebas que evidencian la existencia de cierta vulnerabilidad heredada o genética y desarrollan, a partir de ahí, distintas hipótesis, de entre las que la monoaminérgica resulta la más aceptada en la actualidad. Según ésta la depresión viene determinada por un déficit de noradrenalina en las sinapsis cerebrales, lo que ha llevado a sus partidarios a tratar estos trastornos con inhibidores de la enzima (los IMAO) que impiden la degradación de esa sustancia y con los tricíclicos, que dificultan la captura de las moléculas de la misma por parte de la neurona que las libera al espacio presináptico. Medios, ambos, que consiguen aumentar la cantidad de noradrenalina libre en el espacio sináptico.

No obstante, se puede hacer mención de otras teorías elaboradas en este campo como la hipótesis serotoninérgica, que propone como causa del trastorno la existencia de un déficit de serotonina, sustancia que interviene  en el sueño, apetito y sexualidad, en el líquido cefalorraquídeo; o la hipótesis de la hipersensibilidad colinérgica, que propugna la existencia, en los individuos deprimidos de una descompensación del equilibrio permanente colinérgico- adrenérgico a favor del primero en pacientes deprimidos, y del segundo en pacientes maniacos.

En cuanto al tratamiento de los trastornos depresivos, se considera, en la actualidad, que los episodios depresivos mayores son tratables en un porcentaje que se sitúa entre el 70 y el 80% de los casos, ciertamente, se ha de reconocer que en este campo se han producido importantes avances que afectan no solo en el crecimiento de agentes farmacológicos y en la necesidad de combinarlos con otros tratamientos (psicoterapia principalmente), sino también en la conceptualización del trastorno y su comprensión, la probabilidad de cronicidad y, por consiguiente, los tratamientos a largo plazo.

Como fármaco de primera línea se prescriben con frecuencia en nuestros días los ISRS (inhibidores selectivos de recaptación de serotonina). Los fármacos tricíclicos, tetracíclicos y otros inhibidores de la recaptación mixtos (incluidos los antipsicóticos atípicos) también son eficaces para tratar la depresión.
Se recomienda comenzar con antidepresivos en casos de depresión severa, depresión con características psicóticas y depresiones atípicas. Ningún fármaco es más efectivo que otro, dependerá del paciente.

En ocasiones también se usan como posibles tratamientos la terapia electroconvulsiva (sólo indicada en depresiones severas que no han remitido con otros tratamientos, depresiones muy inhibidas, agitadas o con ideas delirantes y también si hay riesgo de suicidio), y las terapias de sueño (cambio de fase del ciclo sueño-vigilia, privación total, privación parcial en la segunda mitad de la noche, privación selectiva de la fase REM). La utilidad de esta técnica se basa en que la privación de sueño REM tiene efectos antidepresivos al aumentar la sensibilidad de los receptores de noradrenalina (el acortamiento de la latencia REM y el aumento de la duración de las fases del sueño REM son fenómenos típicos de la depresión mayor).

No se ha comprobado que los antidepresivos sean más eficaces en el tratamiento de la depresión endógena o melancólica que la Terapia Cognitiva. Las investigaciones señalan que, como mínimo, el tratamiento psicológico tiene la misma eficacia que el farmacológico. También es igualmente efectivo y podría ser más eficiente.

viernes, 16 de enero de 2015

Sobre el trastorno mixto ansioso-depresivo

Este trastorno describe a los pacientes con síntomas tanto de ansiedad como de depresión que no cumplen los criterios diagnósticos del trastorno de ansiedad ni del trastorno del estado de ánimo. A veces se utiliza este diagnóstico en atención primaria, y se emplea también en Europa; a veces denominado NEURASTENIA.

En unas ocasiones, los síntomas de ansiedad se hallan presentes en los trastornos depresivos de modo subsindrómico. Así, es frecuente encontrar entre los síntomas depresivos rumiaciones obsesivas, ansiedad, preocupaciones somáticas y fobias. A su vez, los trastornos de ansiedad también presentan con frecuencia síntomas depresivos sin llegar a alcanzar el umbral de un trastorno depresivo.

Las consecuencias de la ansiedad en la depresión clínica son importantes. En los pacientes depresivos con mayor puntuación en síntomas ansiosos en las escalas clínicas, la depresión es más grave, más incapacitante, la recuperación más lenta, tiene un peor desenlace y existe una peor respuesta terapéutica. Otra consecuencia bien establecida en los estudios es el elevado riesgo de suicidio de la depresión ansiosa. [Doctor Camilo Valle Fernández. Jefe de Sección de la Unidad de Internamiento del Hospital Universitario de La Princesa. (Salud Global. Año II. Numero 3, 2002)].

Se deben tener en cuenta una serie de recomendaciones para este tipo de pacientes: evitar excitantes, alcohol y otras drogas. No tomar decisiones importantes mientras se mantenga deprimido (negocios, familiares, laborales, etc.).  No debe permanecer en la cama más allá de 8 horas al día. Aunque no duerma la posición de decúbito interfiere sobre los ritmos biológicos y deteriora el sueño nocturno. Reconsiderar el estilo de vida y modificar en la medida de lo posible todas las actitudes que provocan estrés permanente y que contribuyen al mantenimiento de la depresión y la ansiedad: exceso de trabajo, excesiva competitividad, no comunicación de los problemas, conflictos familiares, hábitos solitarios, alejamiento de la comunidad, etc. (Soler, P. y Gascón, Camilo (1994): “Recomendaciones Terapéuticas Básicas en los Trastornos Mentales”. Masson: Barcelona).

viernes, 9 de enero de 2015

Sobre los trastornos de ansiedad

“Lo cierto es que el problema de la angustia constituye un punto en el que convergen los más diversos e importantes problemas y un enigma cuya solución habrá de proyectar intensa luz sobre toda nuestra vida psíquica”. Sigmund Freud. Lecciones introductorias al psicoanálisis. Lección XXV.

En realidad, al hablar de angustia, el fundador del psicoanálisis se estaba refiriendo a lo que actualmente conocemos como ansiedad, denominación bajo la que se agrupan una notable variedad de trastornos que presentan como elemento común la presencia en el individuo de un fuerte afecto negativo y síntomas corporales de tensión y aprensión respecto al futuro.

La ansiedad se relaciona con el temor. Si éste puede definirse como la reacción de alarma inmediata provocada por un peligro real, presente, la ansiedad puede entenderse como un temor previsor, orientado hacia el futuro, resultado de la imposibilidad de predecir o controlar sucesos más o menos próximos.

Y, lo mismo que ocurre con el temor, que nos protege activando una respuesta masiva del sistema nervioso autónomo, la cual, junto a nuestra sensación subjetiva de terror, nos impulsa a huir (ponernos a salvo) o luchar; del mismo modo, decimos, ciertos niveles de ansiedad resultan beneficiosos para el ser humano, permitiéndonos afrontar sucesos próximos de forma más favorable. Puede decirse que, cuando nos encontramos un poco ansiosos, se activan mecanismos que mejoran nuestro desempeño físico e intelectual (Yerkes y Dodson, 1908).

Ahora bien, el problema viene cuando se experimenta un nivel de ansiedad excesivo. Cuando ese estado de alerta preventiva se activa de forma inadecuada en relación con la situación que se vive; de forma desproporcionada respecto a los riesgos que objetivamente conlleva o en ausencia de cualquier tipo de ellos. Entonces, cuando aunque “sepamos” que en realidad no hay nada que temer, seguimos estando temerosos, es cuando podemos hablar de patología. Y es que, simplemente, la prolongación injustificada de ese estado de ánimo orientado al porvenir, que en principio tiene por fin preparar al individuo para hacer frente a lo que le pueda ocurrir, se torna entonces profundamente dañino para él, sometiéndole a un sufrimiento elevado e interfiriendo gravemente en su vida cotidiana.

En cuanto a las causas de este trastorno, se barajan actualmente tres tipos de contribuciones: biológicas, psicológicas y sociales. La tendencia a estar nerviosos o muy tensos podría ser hereditaria y estar favorecida por ciertas peculiaridades genéticas que se transmiten de padres a hijos. Sin embargo, no basta con ellas para explicar el padecimiento de esta enfermedad. También han de contribuir factores relacionados con el modo de pensar del individuo. Tal vez éste haya crecido en un ambiente que le haya hecho creer que el mundo no es, en absoluto, controlable y, por tanto, incubando inseguridades y dudas sobre su capacidad de afrontarlo si las cosas empeoran. Es lo que denominamos vulnerabilidad psicológica a la ansiedad. Pero, de otro lado, el sujeto también podría estar inmerso en una situación personal especialmente tensa y agobiante, en que sus relaciones con otras personas resultasen difíciles y le sometiesen a una especial presión, a un estrés prolongado, y este factor podría activar sus inclinaciones biológicas y psicológicas a la ansiedad (vulnerabilidad social). Una vez que comienza este ciclo, suele alimentarse a si mismo, de manera que podría no detenerse aun cuando el elemento estresor haya desaparecido tiempo atrás.

En cualquier caso, como decíamos al principio, cuando se habla de ansiedad no se habla de un trastorno único. Puede surgir en relación con muchos aspectos de la vida, aunque, por lo común, se concentra en un área específica, que determina la índole de un trastorno de ansiedad en particular. Es decir existen distintos tipos de trastorno ansioso, cada uno de los cuales responde a un origen y ofrece unas manifestaciones distintas. La Asociación Americana de Psicología establece en el DSM-IV-TR (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales), al respecto, la siguiente clasificación:
- Trastorno de angustia:
    - Sin agorafobia.
    - Con agorafobia.
- Agorafobia sin historia de trastorno de angustia.
- Fobia específica (animal/ ambiental/ sangre-inyecciones-daño/ situacional/ otro tipo).
- Fobia social.
- Trastorno obsesivo- compulsivo.
- Trastorno por estrés postraumático:
    - Agudo.
    - Crónico.
- Trastorno por estrés agudo.
- Trastorno de ansiedad generalizada.
- Trastorno de ansiedad debido a enfermedad médica.
- Trastorno de ansiedad inducido por sustancias.
- Trastorno de ansiedad no especificado.

Vamos a centrarnos en este caso en los estados de ansiedad (pánico y ansiedad generalizada). Los trastornos de pánico son aquellos que se producen cuando, en una situación en que, aparentemente, no hay nada que temer, en que no hay nada en el horizonte que pueda angustiar al individuo, éste se ve asaltado por la aparición súbita e inesperada de síntomas de aprensión intensa, miedo pavoroso o terror, acompañados de sensación de muerte inminente. De hecho, se ha establecido que para hablar de crisis de ansiedad deben cumplirse, al menos, cuatro de los trece síntomas siguientes: palpitaciones, sudoración, temblores o sacudidas, sensación de ahogo, sensación de atragantarse, aprensión o malestar torácico, nauseas o molestias abdominales, inestabilidad, mareos o desmayos, desrealización o despersonalización, miedo a perder el control o a volverse loco, miedo a morir, parestesias (sensación de entumecimiento y hormigueo en alguna parte del cuerpo) y escalofríos o sofocos.

En cuanto al trastorno de ansiedad generalizada, responde, como su propia denominación evoca, a estímulos más amplios y, por otra parte, tiene un periodo de permanencia más prolongado en el individuo. De hecho, para que al paciente le sea diagnosticado se requiere que, al menos durante seis meses, haya permanecido en un estado alterado de inquietud irreal o excesiva y persistente e incertidumbre en relación con dos o más circunstancias de la vida cotidiana (preocupaciones por familia, finanzas, trabajo, salud, etc.).

En este caso, lógicamente, las manifestaciones no son tan extremas como en el caso de las crisis de pánico. Es difícil pensar que nadie pudiese soportar medio año ininterrumpido de palpitaciones, sofocos, terror a morir, sensación de ahogo o entumecimiento de miembros corporales. Pero son más destructivas, dada su permanencia en el tiempo. Ese estado constante de preocupación imposible de controlar, asociado a síntomas como el desasosiego, la tendencia a fatigarse con facilidad, la dificultad para concentrarse o, más allá, la sensación de quedarse con la mente en blanco; la irritabilidad, tensión muscular continua, o la dificultad para conciliar el sueño, inquietud, impaciencia, desasosiego, son capaces de dañar gravemente cualquier existencia. Todo ello provoca un deterioro clínicamente significativo o un deterioro socio-laboral o de otras áreas importantes del sujeto.

En lo que se refiere a las teorías elaboradas para explicar esta compleja patología, son, como siempre, variadas. Planteando desde la ansiedad como la señal de peligro que surge cuando los impulsos amenazan con vencer la represión y alcanzar la conciencia (modelos psicodinámicos), pasando por los estados de ansiedad como respuestas emocionales condicionadas (teorías del aprendizaje) o teorías varias como la Teoría de las influencias operantes sobre las respuestas autónomas (Kimmel), el Modelo operante o de práctica reforzada (Leitenberg), la Teoría de la incubación de Eysenck, la Hipótesis del restablecimiento del miedo (Rescorla). La escuela cognitiva, por su parte, se plantea que las fobias se pueden adquirir sin el establecimiento de condicionamientos directos, poniendo como ejemplos demostrativos de esta aseveración el hecho de que determinadas fobias, como las que tienen por objeto la sangre o los animales son resultado de condicionamientos vicarios y se traspasan de padres a hijos.    El modelo de expectativa de la ansiedad de REISS propone que existen unos elementos que determinan las respuestas de ansiedad, como la propia sensibilidad a la ansiedad. Según él, el individuo se crea unas determinadas perspectivas de sufrimiento ansioso y si, en su experiencia real, la exposición al estímulo condicionado cumple o supera esas expectativas, su nivel de ansiedad aumentará, debilitándose, por contra, si comprueba que el resultado no era tan dañino como esperaba.

En este mismo sentido, BECK plantea que los sujetos ansiosos prestan mayor atención a la información de peligro/amenaza personal que los no ansiosos y BOWER, que defiende lo que se conoce como Teoría de la red asociativa, propone que los individuos ansiosos tienden a prestar más atención a la información que alimenta su miedo, es decir, cuando está activada una determinada emoción recordaremos más fácilmente la información congruente con esa emoción. En general, los modelos cognitivos actuales sobre la ansiedad proponen que una de las características típicas de la atención de los pacientes con trastornos de ansiedad es la hipervigilancia.

Finalmente, en cuanto a las teorías que proponen una raíz fundamentalmente biológica para la ansiedad, estas se plantean, por una parte, la disminución en el enfermo de los niveles de ácido gamma amino butírico (GABA), una sustancia inhibidora de la excitabilidad neuronal; en segundo lugar, alteraciones en el sistema noradrenérgico, que actúa como un amplificador elevando el miedo y la angustia, en el sistema septo-hipocámpico, que compara los estímulos presentes con los pasados y genera predicciones sobre cual puede ser el siguiente input sensorial, o en el sistema serotoninérgico, que tiene que ver con las sensaciones de preocupación y las rumiaciones.

Y, lo mismo que sucede con los tratamientos propuestos por las distintas escuelas, tampoco en este terreno se ha diseñado una única respuesta terapéutica suficientemente eficaz. El trastorno de ansiedad generalizada es muy común, pero los tratamientos tanto farmacológicos como psicológicos son relativamente débiles y no están suficientemente desarrollados. Los fármacos que con mayor frecuencia se prescriben a los enfermos con trastornos de ansiedad generalizada son las benzodiacepinas (tranquilizantes menores), que se han demostrado útiles, proporcionándoles cierto alivio a corto plazo. Pero el efecto terapéutico es relativamente modesto y comporta algunos riesgos (parecen perjudicar tanto el funcionamiento cognoscitivo como motor y generan dependencias psicológica y física, que dificultan la interrupción de su consumo). Son por tanto, apropiadas para el alivio de la ansiedad asociada con una crisis temporal o un acontecimiento estresante concreto, pero suelen retirarse en un par de días o una semana o dos como mucho.

Por eso se han buscado alternativas para el tratamiento de padecimientos que se prolongan más en el tiempo y, a este respecto, parece que existen cada vez más pruebas de la utilidad de los fármacos antidepresivos (Rickels, Downing, Scheweizer y Hassman, 1993). No en vano se ha demostrado la existencia de una estrecha relación entre la ansiedad y la depresión (Barlow, Chorpita y Turowsky, 1996; y Mineka, Watson y Clark, 1998).

En cualquier caso, existen estudios que hacen pensar que los tratamientos psicológicos son más efectivos ante este tipo de problemas que los farmacológico, pues proporcionando casi los mismos beneficios a corto plazo, parece que los tendrán mejores a largo plazo (Barlow y Lehman, 1996; Borkovek y Whisman, 1996; Gould, Otto, Pollack y Yap, 1997).